Soy Fascista
- Pablo Aguirre Solana
- Sep 9
- 5 min read
Para Vincenzo mi amigo escritor

Soy fascista en Bogotá, en Madrid, en Nueva York y en la Ciudad de México. Al menos en X, sí que lo soy. Lo soy porque me encanta increpar y cuestionar a los árbitros del progresismo y sus certezas morales, así como a sus corifeos defensores: Irene Montero y Pablo Iglesias en España; Armando Benedetti y Gustavo Petro en Colombia; Guille Vidal y Gerardo Fernández Noroña en México; y Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, entre otros.
Soy fascista porque, para ellos y para sus acólitos, todo lo que se aleje mínimamente de su ortodoxia mental e ideológica merece ser llamado “fascista”. En el uso indiscriminado de este mote-cantaleta —casi mantra— se pretende explicarlo todo y, en realidad, no se explica nada.
Soy fascista porque así me han nombrado por cuestionar las políticas “DEI” del Partido Demócrata gringo; por denunciar la demagogia servil de Petro; por increpar el desastre que fue la ley del “solo sí es sí” de Irene Montero; por criticar las aberrantes políticas migratorias de la izquierda que tanto defiende Iglesias; y, por supuesto, por ser un acérrimo crítico y opositor de la demagogia populista del morenismo en México.
Soy fascista porque creo que ninguna agenda política —por más bien social que prometa— debe estar por encima de la libre autodeterminación y de las libertades individuales.
Soy fascista porque sostengo que los límites entre lo público y lo privado deben trazarse en las estructuras normativas que rigen a la sociedad, y no en los caprichos ni en las inclinaciones culturales del partido en turno.
Soy fascista porque me opongo, sin matices, a institucionalizar lo que pertenece al ámbito privado, como la sexualidad y la religión.
Soy fascista, porque prefiero vivir en un mundo binario de dos sexos, con infinitas posibilidades y experiencias sexuales en el ámbito privado, antes que en un arcoíris taxonómico de géneros institucionalizados cuya ambigüedad raya más en la esquizofrenia que en la capacidad de generar consensos y mínimos de convivencia.
Soy fascista porque prefiero una universalidad de la condición humana —limitada, imperfecta y atravesada por asimetrías— a una plétora de identidades sociales cargadas de resentimientos, agravios y deudas por saldar.
Soy fascista porque creo en la tradición como eje rector de la cultura y de la vida social: la multiculturalidad, aunque fecunda y enriquecedora, no puede disolver los límites ni las fronteras que dan forma y cohesión a una comunidad.
Soy fascista porque creo en la aplicación de la ley y el orden, no como concesión, sino como elemento central para garantizar seguridad y justicia, incluso con el uso legítimo de la fuerza cuando es necesario.
Soy fascista, esencialmente, no por afinidad con Mussolini ni con Hitler, sino porque no me creo el relato de las izquierdas contemporáneas: sus perspectivas de género, su retórica de diversidad e inclusión, su concepto de justicia social redistributiva, su ideal multicultural y su fe ciega en el Estado como agente redentor de las desigualdades sociales.
Eso, en automático, me convierte –a los ojos de la progresía— en homófobo, tránsfobo, xenófobo, heteronormado, clasista, racista, imperialista, colonialista, etnocentrista, capitalista, machista… y todos los “istas” que usted, querido lector, pueda tener a mano. Pero en lo fundamental, todo ese cóctel termina reducido a una sola palabra mágica, el epíteto omnicomprensivo de la progresía: “fascista”.
Tal es el grado de abuso en el empleo de esta palabra que el filósofo argentino Santiago Gerchunoff, le ha dedicado un libro entero.[1] Un texto breve y encantador, que pone rostro a un fenómeno global que pretende reducir fenómenos complejos a imperativos éticos categóricos. Según Gerchunoff, el problema del uso indiscriminado de “fascismo” es que convierte todas las decisiones políticas en juicios morales, en un pathos justiciero que, en nombre de la memoria histórica, pretende extirpar cualquier posibilidad de un nuevo Holocausto o de una nueva barbarie, como lo fue en realidad el fascismo en Europa.
Al final de ese juicio moral no queda más que una reducción absolutista de la diferencia, de lo “otro”, de todo lo que no pertenece a la ortodoxia ideológica de la progresía. Es una negación por principio del pensamiento crítico, porque funciona como sentencia antes que como cuestionamiento o descripción: un dardo que fulmina y aniquila moralmente a quien recibe este adjetivo.
Un adjetivo que, sobra decirlo, está muy lejos de describir la realidad histórica del fascismo. Basta revisar el texto de Robert O. Paxton, The Anatomy of Fascism, y su definición del fenómeno para constatar la enorme distancia conceptual e histórica entre el uso arbitrario de la palabra —como mote-cantaleta, casi mantra— y lo que realmente ocurrió, de manera empíricamente comprobable, en la Europa del siglo XX.
Así nos encontramos en una encrucijada: por un lado, esa gran dimensión discursiva, abarcadora y holística, que funciona más como sentencia moral más que como categoría analítica; y, por el otro, la realidad histórica de lo que fue el fascismo: una forma de comportamiento político y un conjunto de relaciones, antes que una esencia, como bien subraya Paxton.[2]
Una encrucijada que, al final, resulta injusta y desmerecedora, porque extrapola lo ocurrido en la Europa del siglo XX hacia un imaginario interpretativo y narrativo que no ha existido más que como discurso hipotético. Un flaco favor le hace la progresía a la memoria histórica —y a los deudos de esta— al manipularla como arma retórica en lugar de preservarla como aprendizaje y deuda civilizatoria. Por ejemplo, ¿Qué relación tiene Elon Musk con Mussolini, que mandó asesinar de la manera más procaz a miles de disidentes italianos? De ese tamaño es la encrucijada: la pretensión de extrapolar significados donde simplemente no los hay. Lo terrible es tomarla por verdadera.
Hay un tufo de falacia en la repetida invocación del adjetivo y los sentidos que arrastra, pues si su empleo ad nauseam pretende extirpar cualquier posibilidad de un nuevo Holocausto o de otra barbarie como la que fue el fascismo en Europa, termina funcionando más como un antídoto cancelatorio contra el adversario político-ideológico que como un intento genuino de impedir que la historia se repita como tragedia.
Al final, el mote-cantaleta —casi mantra— de ‘fascista’ funciona como una proyección psicológica que encubre pulsiones autoritarias y totalitarias de quien lo emplea. Al invocar el término, lo que en realidad se busca es la desaparición o el exterminio simbólico del adversario político-ideológico. La palabra, cargada de un peso negativo absoluto, no describe: aniquila moralmente. ¿Qué peor estigma puede haber en la historia que ser llamado fascista?
Así, el adjetivo trae consigo la pretensión de condensar en un solo golpe lo peor de lo humano, la máxima execrabilidad. ¿Qué diálogo se puede establecer con un fascista? ¿Qué puntos en común se pueden alcanzar? Ninguno. Al lanzar el adjetivo, se cancela de inmediato toda posibilidad dialéctica; más aún, se niega de antemano la humanidad y la capacidad de interlocución del otro. Y si esto no es una forma de invalidación y aniquilación, entonces ¿qué es? En su uso indiscriminado, la palabra implica una auténtica negación existencial.
Ya bien lo dijo Guille Vidal en un tuit; “Al fascismo no se le discute, al fascismo se le destruye[3]”.
Soy, pues, sujeto digno de ser destruido —en Bogotá, en Madrid, en Nueva York o en la Ciudad de México—, querido lector. Así las cosas.
¿Dónde empieza la palabra y dónde termina su significado?
[1] Robert O. Paxton. Anatomy of Fascism. Vintage Books. 2005. Pag.219.
[2] Santiago Gerchunoff. Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo. Anagrama.2025





Comments