Polarización política ¿Abdicar de la razón o estirar la liga?
- Pablo Aguirre Solana
- Sep 7, 2024
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Para mi querido Alberto Nava, colega de modus operandi

La vigencia del ideal de la Ilustración mejor expuesto en la filosofía de Kant como la autonomía del individuo, el uso de la razón y el cuestionamiento de la autoridad tradicional, sintetizado en la frase Sapere aude,[1] parecería que se desvanece en este mundo tan convulso, maniqueo y extremo en el que vivimos hoy en día. Desvanecimiento concretamente tangible de realidades políticas empíricamente comprobables, en donde todo, menos la razón y la autonomía, define las lógicas y acciones de tantos partidos políticos, movimientos, gobiernos y líderes; en donde pareciera que los afectos han sucumbido ante este ideal en el que descansa en gran medida la democracia liberal.
A este fenómeno hoy se le conoce como polarización, que en suma se define como “la divergencia de actitudes políticas a extremos ideológicos”.[2] Sin embargo, a mi juicio esto tiene una implicación más allá de la simple divergencia de distancias ideológicas en las actitudes políticas. Entiendo la polarización más como una renuncia voluntaria y explícita a racionalizar nuestro entendimiento del mundo, y por ende a subjetivarlo a partir de nuestras experiencias, prejuicios, condicionamientos sociales, heurísticos y sobre todo afectividades. Esto es, entiendo la polarización sí como un fenómeno social, pero también como un proceso cognitivo y afectivo a partir del cual decidimos entender y aprender del mundo. Esta decisión sin duda es individual, pero también colectiva, y quizás siempre nos ha acompañado a lo largo de la historia; al final la política, como señaló Max Weber, es la persecución de valores, y estos valores se estructuran a partir de diferentes formas de entender, aprender y, más aún, proyectar el mundo.
Este tal vez no es el mejor punto de partida para explicar cabalmente fenómenos como el separatismo catalán, las guerras culturales en las universidades norteamericanas, el ascenso de los partidos de ultraderecha en Europa y las erosiones democráticas que suponen los gobiernos populistas en Latinoamérica, entre otros.
Sin embargo, propongo, lo anterior como una sugerencia para pensar la polarización desde su origen filosófico, si me lo permiten, y no desde su epidermis empírica.
Me explico:
Primero, considero que la polarización es una derivación de las distintas formas de entender, aprehender, interpretar y proyectar o sufrir el poder sobre los otros y sobre uno, cualquier poder que este sea. En general es el poder político, pero puede ser otro tipo de poder, por ejemplo, un poder de carácter social, como las identidades sexuales o la pertenencia a grupos raciales o religiosos. Este entendimiento, interpretación y proyección implica a su vez dos cosas: una moral (un deber ser) y una irreductibilidad de lo “otro” (franquicia o sentido de pertenencia); se reduce a algo lo que no es de uno, ni lo que es uno.
Así, una moral y una franquicia necesariamente suscriben un entendimiento, interpretación y proyección del mundo particular sobre los unos y los otros. Si no, pregúntele a Lutero qué pensaba sobre cuál debería ser el papel de las sagradas escrituras en la religión católica, justo en pleno frenesí y dominio papales. O preguntémosle al partido Alternativa para Alemania (AfD) si la migración es óptima como palanca de desarrollo económico. Sin duda, dos enfoques interpretativos, cognitivos y proyectivos sobre lo que deberían ser el mundo y la realidad objetivable. De una u otra forma, todo el desarrollo de las sociedades y civilizaciones se ha dado desde estos dos vínculos interpretativos, cognitivos y proyectivos de poder: moral y franquicias. Al final, como diría el gran Foucault, todo saber es poder.[3]
Segundo de acuerdo con Carl Schmitt, la política es un campo de conflicto permanente[4] y como tal compromete una relación con “lo otro” de exclusión y frontera, y es en la génesis de este conflicto de donde viene este desplazamiento del que hablo: la renuncia voluntaria y explícita a racionalizar nuestro entendimiento y por ende a subjetivarlo a partir de nuestras experiencias, prejuicios, condicionamientos sociales, heurísticos y afectividades. Así, este campo de conflicto tiene dos rostros, uno existencial y el otro cognitivo. Existencial, porque compromete lo que somos en cuanto ser y tiempo, y cognitivo porque compromete el entendimiento de nosotros, de los otros y de la realidad. Al final este campo de conflicto será la arena de lo que proyectamos, lo que deseamos, lo que sentimos, de lo que aspiramos, de lo que vemos, y sobre todo de lo que entendemos.
Llamémosle a esto el “gran condicionador”, dado que mi intuición me dice que es esta arena de conflicto (que, por cierto, no se da en un vacío, es producto de miles de interacciones sociales y procesos históricos) la que nos hace ver las cosas de cierto modo. Los marxistas a este “gran condicionador” le llamaron “conciencia de clase”; tal vez les faltó agregar a la clase un abanico de afectos y psicologías colectivas para mejorar el coctel explicativo y no pecar de reduccionistas.
Tercero: la permanencia de este conflicto se da porque la naturaleza de cualquier poder supone una competencia inexpugnable entre los individuos y sus colectividades, por las fronteras materiales (lo físico y territorial) y por las fronteras ilusorias, que son el poder interpretativo, cognitivo y proyectivo (moral y franquicia). Esta competencia, es pues, la arena de conflicto que va a determinar los condicionamientos a partir de los cuales experimentamos, pensamos, sentimos y actuamos una determinada realidad social. Competencia infinita, además, dado que cualquier poder tiene como fuente siempre interés de dominio, multiplicación y sobrevivencia.[5] La clave es que aquí hay de competencias a competencias: hay competencias que solo disputan la muerte o la vida como fin ulterior, y hay competencias que dignifican y justifican la vida en su orden social. Por ejemplo: la fundación del Estado moderno surge como un intento de interpretación, entendimiento y proyecciones comunes de las fuentes legales, de legitimidad y soberanía de los poderes en competencia, que pudiera superar el destino leviatánico de las sociedades en conflicto permanente.
En síntesis, entiendo la polarización como consecuencia de un marco en el que conviven el saber, la moral, las franquicias, los condicionamientos psicosociales y la competencia por el poder. Pero, ¿qué no siempre esto ha sido así desde la quema del templo de los hijos de Israel, las guerras del Peloponeso y la caída del imperio mongol? ¿Qué es, entonces, lo que nos compele a llamar y a querer explicar lo anterior de manera distinta, algo que ha sido y sigue siendo parte del proceso civilizatorio y de la naturaleza humana?
La disolución del Centro
La diferencia estriba en que hasta la posmodernidad había centros (metarrelatos)[6] muy claros e identificables sobre los que giraban las posibilidades cognitivas, interpretativas y de condicionamientos psicosociales con respecto a las distintas realidades colectivas y al poder. Esto es, sociedades más homogéneas y menos diversas; quizás tenían una tarea menos complicada en cuanto al establecimiento de morales, franquicias y fronteras.
La posmodernidad como proceso civilizatorio, sin embargo, ha multiplicado y pulverizado estos centros. Y estos centros, que según Lyotard no son más que narrativas o discursos globales y totalizadores, como la idea del progreso, el marxismo, el cristianismo y el liberalismo, entre otros, ya no sirven como elementos fundacionales, ni como los únicos puntos de congregación y explicación de lo social en cuanto a morales, franquicias y fronteras de poder. Por el contrario, hoy en día lo que nos distingue de otras épocas es que, además de que no hay un solo centro hay un boundary break down social y epistemológico, según la filósofa Wendy Brown[7], en donde nadie se puede poner de acuerdo sobre nada y en donde se disputa hasta la idea misma de la verdad y de la facticidad (cómo poder olvidar los famosos “hechos alternativos” de Kellyanne Conaway).[8]
Por tanto, en el momento en que se disputa la idea misma de verdad, en el momento en que hay muchos centros que intentan ser fundacionales de un nuevo orden social, en el momento en que se multiplican los saberes, las morales y las fronteras y en el momento en que todo esto además convive con una arena de conflicto como lo es la política, el resultado es que todo se politiza, y al politizarse todo la separación canónica entre cultura y política ya no es posible, y esto es crucial ya que ahora los valores producto de los distintos saberes, morales y fronteras se disputan ya no solo sus verdades fácticas o simbólicas, sino su peso político, esto es, su capacidad de poder (fuerza bruta, movilización o persuasión).
Los valores al politizarse pierden su causa común y sus efectos igualitarios y se convierten en dardos venenosos de exclusión y diferencia ya que se relativiza el conocimiento y se socavan los elementos comunes y de afiliación que pudiesen tener estos. Valores como democracia, justicia, igualdad y libertad ahora están sujetos a los condicionamientos partidistas de quien los suscribe o de quien los rechaza, y ya no a un proceso general de conocimientos, discusiones y argumentaciones colectivas.
La Era de los Afectos
La Era de la razón de Thomas Paine es un exhorto a que los seres humanos puedan abordar las cuestiones de fe y moralidad a partir de la razón y de la razón crítica. Con esto el siglo XIX inaugura su largo trazo de secularismo y librepensamiento que habrán de influenciar enormemente los cimientos de la democracia liberal como hoy la conocemos. ¿Después de la posmodernidad, qué sigue? ¿La era de los afectos? Era en la que los seres humanos reconozcamos nuestra visceralidad y nuestra irracionalidad como ejes rectores de muchas decisiones que tomamos. Era en la que reconozcamos a la política como un campo de conflicto permanente entre un “ellos” y un “nosotros” plagado de deberes, concepciones del mundo, sesgos, prejuicios y condicionamientos, y con base en esto imaginar y crear un mejor arreglo social y pluralismo democrático, como plantea Chantal Mouffe[9].
Sin embargo, ¿hasta dónde el pluralismo democrático soporta y puede lidiar con una plétora interpretativa y cognitiva de saberes morales y fronteras de poder, que replanteen las bases de la democracia liberal? Es posible que con esto el siglo XXI inaugure un trazo de multiplicidad de saberes y morales que particionan los grandes centros (metarrelatos), dando cabida a microrrelatos que competirán encarnizadamente por su verdad y validez, creando una serie de resistencias a su alrededor (por ejemplo, pienso en las muchas formas de feminismo y anticolonialismo que hay y las contrarias y confrontadas reacciones, resistencias y debates que generan).
A su vez, pareciera que esta era del afecto no permite el desarrollo del ideal democrático liberal, en donde la deliberación de una sociedad informada y educada de los issues públicos pueda llegar a acuerdos racionalmente aceptables.[10] ¿Qué deliberar cuando nadie quiere escuchar? ¿Qué discutir cuando el “otro” político se plantea como una amenaza existencial? ¿Qué debatir cuando el debate implica el reconocimiento de la contraparte como un igual, no como un enemigo a ser derrotado? ¿Cómo erradicar las pasiones de la arena del conflicto, si estas son las que lo constituyen en gran medida? ¿Cómo desapegar la moral de su proyección universal e involuntaria sobre los demás? ¿Qué deliberar cuando las taxonomías políticas importan no por su contenido programático sino por su calificación moral, posición social, color de piel, preferencia sexual, género, fama, popularidad y carisma?
Por qué no mejor empezar a examinar nuestra naturaleza irracional y dar cabida primero a la posibilidad de ser capaces de no anular la subjetividad del otro. Me parece un principio político más practicable y real que la falacia de la deliberación en los albores de la era de los afectos, donde todo vale y nada vale a la luz de quienes realmente detentan el poder.
El desplazamiento de la razón es inevitable, se estira la liga hasta donde los afectos lo permiten; la política quizá, ya no solo es la arena del conflicto permanente, sino el lugar de los extremos. Extremos irreconciliables porque los distintos saberes, morales, franquicias y condicionamientos psicosociales ahora compiten no solo por el poder, si no por la VERDAD. ¿Acaso la polarización política ha sido siempre nuestra constante, y lo nuevo es que ahora se revela desnuda, sin velos ni ilusiones racionalistas en su mayor crudeza? La historia muestra que la batalla por la verdad siempre será más sangrienta que cualquier otra lucha política.
La concordia, la conciliación y el entendimiento se puede dar sólo si atendemos primero los elementos comunes de la humanidad (aquellos valores y verdades que nos unen), como bien nos enseña Bruno Latour,[11] y después si reconocemos la alteridad en sus flancos racionales e irracionales, como condición necesaria y suficiente de cualquier proceso civilizatorio. ¿Creo?
[1] Immanuel Kant , “Atrévete a pensar” o “ten el valor de servirte de tu propia razón”. Contestación a la pregunta: ¿Qué es la ilustración? Colección Grandes Pensadores, Gredos, 2023.
[2] European Center for Populism Studies (ECPS), https://www.populismstudies.org/Vocabulary/political-polarization/
[3] Michel Foucault, Microfísica del poder, Siglo XXI Editores, 2022.
[4] Carl Schmitt. The concept of the political., The University of Chicago Press, 1995.
[5] Elías Canetti, Masa y Poder, Alianza Editorial, 2018.
[6] Jean Françoise Lyotard, La condición postmoderna, Ediciones Cátedra, 1987.
[7] Wendy Brown, Nihilistic Times. Thinking with Max Weber, Harvard, 2023.
[8]https://en.wikipedia.org/wiki/Alternative_facts#:~:text=%22Alternative%20facts%22%20was%20a%20phrase,President%20of%20the%20United%20States.
[9] Chantal Mouffe, El Retorno de lo Político, Planeta, 2021.
[10] Jürgen Habbermas, A New Structural Transformation of the Public Sphere and Deliberative Politics, Polity Press, 2023.
[11] Bruno Latour, ¿Dónde Aterrizar?, Taurus, 2019.







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