De la razón al corazón: la política afectiva del momento
- Pablo Aguirre Solana
- Nov 5, 2024
- 10 min read
Para Morgan; unpolitical but concerned

Cada vez es más común en diferentes partes del mundo sentir que una elección lo determina todo, vaya, que lo que se juega implica un riesgo grande y que se está a punto de decidir sobre algo categórico. Un sentimiento que toca las fibras de nuestra matriz existencial como si fuera de vida o muerte, como un salto al abismo. Tal vez hemos pasado de un momento en el que las elecciones eran un simple procedimiento a un momento en el que las elecciones se viven como un salto al vacío.
Sin duda, la política siempre ha estado cargada de afectos y de sentimientos abismales de vida o muerte. No creo que estemos ante un fenómeno nuevo ni exclusivo de nuestra época; sin embargo, sí creo que las anclas o los ejes sobre los cuales interpretamos, experimentamos y actuamos en política están cambiando. Me refiero puntualmente al advenimiento del populismo como fenómeno político-social, entendiendo el populismo de manera sintética como una relación directa y excluyente entre un líder (o movimiento) y un “pueblo” homogéneo, enfrentado a una élite percibida como corrupta. Este último caracterizado por desafiar a las instituciones democráticas y sus mediaciones, redefiniendo la política en términos de antagonismo, desconfianza y, a menudo, bajo una fuerte personalización del poder.[1]
Esto en una primera dimensión; llamémosla la dimensión normativa-institucional del populismo, aquella que define o transforma las reglas del juego. Sin embargo, considero que hay una segunda dimensión del populismo, que tiene que ver con los afectos, con ese sentimiento de abismo y de amenaza existencial que provoca; una dimensión que, sin duda, es más abstracta y menos cuantificable empíricamente, pero igual de poderosa en significados y desenlaces. Es sobre esta dimensión de la que me gustaría hablar en el contexto de las elecciones de Estados Unidos, y de Donald Trump específicamente.
Tiempos de antagonismo
Donald Trump es famoso por sus declaraciones pirómanas y arrebatadas; la más reciente fue afirmar que “Liz Cheney debería enfrentarse a un pelotón de fusilamiento”,[2] lo cual consternó a muchos, y por el contrario, entusiasmó a otros. Basta con leer las reacciones en Twitter y los comentarios que surgieron para constatar las respuestas de ambos lados. La pregunta que surge aquí es si se trata solo de un acto de retórica extrema en una campaña política o si refleja algo más profundo. Mi hipótesis es que hay algo más que un simple exabrupto verbal.
Carl Schmitt concebía lo político como una relación antagónica entre amigo y enemigo. Para él, la política solo adquiere sentido cuando se establece un antagonismo claro que divide a los grupos sociales o nacionales. La noción de "enemigo" no se basa en una hostilidad personal, sino en una amenaza existencial que representa un grupo o individuo para la identidad y supervivencia del otro En este sentido, la política siempre implica la posibilidad de conflicto entre un ellos y un nosotros (real e imaginario).[3] Schmitt escribe esto en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y como una crítica lapidaria a la parálisis parlamentaría y la debilidad democrática de la República de Weimar.
Con lo anterior no pretendo insinuar que la historia se repite y que esto deba enmarcarse como un presagio profético del porvenir; sin embargo, me parece un punto de partida interesante para explicar y darle sentido al fenómeno del populismo en su dimensión no institucional y a lo que está simbólicamente detrás de los exabruptos verbales de Trump.
En este sentido, la noción de amigo-enemigo como el estado de naturaleza propio de lo político ayuda a explicar la génesis de esta otra dimensión no institucional del populismo. Lo que subyace aquí, además de la personalización del poder, los liderazgos carismáticos y el desafío a las instituciones, es una concepción de la política y de lo político como una arena de antagonismos y conflictos permanentes. De ahí que lo que presenciamos en esta última campaña no sea más que una suerte de monolito narrativo de discursos binarios e irreductibles, donde demócratas y republicanos, lejos de verse como adversarios, se ven como amenazas existenciales el uno para el otro. Así, la peligrosidad de lo anterior no es menor ya que en la noción de amigo-enemigo, además de implicar la posibilidad de un conflicto permanente, subyace el anhelo de negación y exterminio del enemigo.
Hemos llegado al punto en el que, en los albores de la elección, el populismo no solo se presenta como una posibilidad, sino como una alternativa existencial para un sector importante de la población en uno de los países con una de las tradiciones democráticas más antiguas. Por ello, no deja de resultar paradójico que en un entorno de longevidad y tradición histórica democrática se desee y se vote una opción que a todas luces amenaza el statu quo democrático y que parte de una noción dicotómica amigo-enemigo que incluye la posibilidad de negar al otro.
No hay peor violencia que negar al otro, borrar su rostro, clausurar sus motivos, callar su voz. En esta paradoja de un sentimiento tan primitivo reconocemos nuestra humanidad.

La movilización de los afectos
La negación del otro en la arena política no solo implica una intención retórica o discursiva, sino también una intencionalidad de autoridad y subordinación, es decir, la antesala del autoritarismo. ¿Por qué se prefiere una versión maquillada del autoritarismo sobre la democracia? La respuesta no es tan evidente. Para los seguidores de Trump, sin duda resulta más atractiva una forma de democracia con tintes autoritarios[4] que la actual, dado que en su bando hay más desilusión con el sistema democrático que entre los seguidores de Harris.[5] Esta desilusión, que en parte puede explicar el apoyo a una alternativa más autoritaria, también se relaciona con una crisis de representación. Por crisis de representación me refiero a lo que Daniel Innerarity define como la “brecha”: una desconexión que surge del sentimiento de abandono y desconfianza, en el que los ciudadanos perciben que la política se ha alejado de sus realidades cotidianas y se ha convertido en un espacio de intereses ajenos a los suyos.[6] Intuyo que esta brecha no solo representa una distancia entre representantes y representados, sino que también genera una serie de antagonismos psico-afectivos que actúan como fuerza motora, energía e impulso de la movilización político-electoral. Esta desconexión implica invisibilidad; la invisibilidad provoca agravio; el agravio, resentimiento; el resentimiento, coraje; el coraje, ira, y la ira impotencia, creando un itinerario repetitivo y perpetuo de desafectos. La materialización de estos desafectos (antagonismos psico-afectivos) la podemos observar en los distintos issues de campaña, que para mí distan mucho de ser solo issues para convertirse en una serie de refugios de identidades colectivas.
Así como el filósofo Gaston Bachelard, en La poética del espacio[7] describe “la casa” como un refugio del ser, los espacios políticos pueden entenderse como refugios de identidades colectivas. Un partido político, una ideología, un candidato, o incluso una comunidad organizada, representan “espacios” simbólicos en los que las personas proyectan sus valores, creencias y esperanzas. De este modo, la representación política se convierte en un tipo de “hogar-refugio”: un lugar donde los individuos encuentran pertenencia, identificación y resguardo emocional frente a las incertidumbres externas y ante la amenaza existencial que representa el “enemigo”, en un ambiente de conflicto permanente como lo es la política.
En estos refugios de identidades colectivas habitan los antagonismos psico-afectivos. Algunos de ellos, insisto, van más allá de ser simples issues políticos y tienen el potencial de transformarse en luchas similares a las de los cruzados medievales, en la búsqueda de conquistar su propia Tierra Santa cargados de fe y emocionalidad ciega. Ejemplos de estos antagonismos son el patriarcal-feminista, el monocultural-pluralista, el individualista-colectivista, el racista-incluyente, el libertario-estatista, el nacionalista-globalista, el religioso-secular, el productivista-ecologista, el meritocrático-igualitario, el tecnologista-primitivista y el conservador-progresista.
Cada uno de estos antagonismos encarna divisiones que movilizan y polarizan más allá de la política. Además, desde un punto de vista filosófico representan una irreductibilidad: posiciones difíciles de reconciliar o reducir, que persisten como fuerzas opuestas que estructuran la identidad colectiva y justifican una conflictividad permanente en el ámbito político, reforzando la noción de amigo-enemigo y la posibilidad de negar al otro. Y desde un punto de vista de la microfísica del poder,[1] donde la idea es que el poder no se concentra únicamente en instituciones o figuras centrales, sino que se ejerce de manera difusa y capilar en múltiples niveles de la sociedad, estos antagonismos deben afirmarse, enunciarse y confirmarse socialmente mediante la imposición o la coerción, y no necesariamente mediante la deliberación y el diálogo. Superar el agravio, las diferencias y las heridas que los contienen implica, inevitablemente, cierto grado de violencia, necesidad de venganza y afirmación existencial.
Es mínima la posibilidad de negociación y acuerdo cuando las posiciones son irreductibles, cuando el talento es un disfraz de certeza moral y la morada es una trinchera inaccesible.
Verdades en conflicto
Distintas encuestas señalan que entre una tercera parte y la mitad de los encuestados creen que el triunfo de Joe Biden en 2020 fue ilegítimo.[9] Lo relevante de esto es que, más allá de los hechos comprobados que confirman la legitimidad de la victoria de Biden, una gran proporción de estadounidenses sigue creyendo lo contrario. En este sentido, nos desplazamos de un hecho comprobado a una creencia. ¿Qué sucede cuando nos desplazamos de un hecho a una creencia en el ámbito político y social?
Antes de que ese desplazamiento ocurra, es importante hacer notar que una creencia puede traducirse en un discurso, en el sentido de que los discursos no sólo se refieren a lo que es objetivamente verdadero o comprobado, sino también a las ideas, creencias y representaciones que circulan en una sociedad y que moldean la forma en que los individuos perciben y entienden el mundo. Es en este sentido que Foucault afirma que “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse”.[10] A la luz de lo anterior, toda creencia encierra una voluntad de verdad y una lucha implícita por apropiarse de ella.
Esta lucha de apropiación implica, entonces, una competencia encarnizada por verdades paralelas o alternativas, lo cual, a su vez, conlleva la pérdida de un terreno común donde es posible consensuar, compartir y experimentar métodos y estructuras de comprobación epistémica.[11] Es como si entráramos en una anarquía relativista, donde todo vale interpretativa y cognitivamente. La consecuencia de ello es un entorno discursivo de cajas de resonancia que fomentan la autosatisfacción y una autocomplacencia onanista, en detrimento, ante todo, de la factualidad misma y, en segundo lugar, de la calidad de los debates y discusiones que una sociedad civilizada puede alcanzar. Cada quien con su verdad inasequible, en pie de guerra, aislados de los demás y expuestos a la amenaza latente de la negación existencial, a la anulación cancelatoria de las redes sociales o al vituperio incendiario de las figuras políticas: tal parece ser el emblema y la consigna discursiva de nuestra época.
Así, presenciamos un fenómeno en el que el desplazamiento de un hecho a una creencia provoca que el valor de la verdad se deprecie, que la palabra se enturbie y que el discurso se convierta en un dardo impositivo, no en una herramienta de seducción o persuasión. Este desplazamiento suscita también que la virtud de algunos candidatos, como Trump, transforme ese fango en un cuerpo de sentido, verdad y, peor aún, de realidad que se confunde con lo empíricamente comprobable.
Cada quien con su verdad esgrimida al viento como estandarte de guerra, firme y confinado en la soledad de la fe ciega e inapelable.

La sombra
Llegado el punto en el que la razón no es más el fundamento que dirime las diferencias en las opiniones que modelan el rumbo y el destino de los países. Llegado el punto en el que un candidato a la presidencia con múltiples cargos federales por distintos delitos representa un halo de esperanza para casi la mitad del país. Llegado el punto en el que el imperativo categórico kantiano como criterio ético universal basado en la racionalidad y la coherencia moral topa con pared y se enfrenta a las contradicciones de los tiempos antagónicos y las movilizaciones de los afectos.
Llegado ese punto, ¿qué sigue? ¿Hasta dónde pueden llegar los límites de las narrativas que pugnan por realidades alternativas antes de desencadenar actos políticos que no dejen más que arrepentimiento, culpa y dolor? ¿Dónde está el límite del pensamiento binario y de las islas epistémicas que anhelan la anulación de lo otro?
Como posibles respuesta y soluciones a lo anterior, una primera crítica tendría que estar dirigida a la teoría de la democracia deliberativa propuesta por Jürgen Habermas[12] que cuestiona su enfoque en el consenso racional y su intento de “neutralizar” los conflictos en el espacio público. La visión habermasiana de la democracia deliberativa es excesivamente idealista, ya que subestima la dimensión inevitablemente conflictiva de la política y el rol de las pasiones en la vida democrática.
Una segunda crítica tendría que estar dirigida a cómo entendemos y analizamos la política y lo político. Me parece que el punto de partida que exige nuestra época es comprender esta segunda dimensión o capa emocional y afectiva, que en el populismo se manifiesta con tanta claridad. Se trata de una dimensión que conecta con las preocupaciones y frustraciones cotidianas de las personas,[13] convirtiéndose en un canal legítimo del agravio, el enojo y las distintas demandas sociales. Sin embargo, al mismo tiempo esta dimensión se presenta peligrosamente como una amenaza existencial, con delirios totalizadores en algunos casos
La historia nos ha dado lecciones de sobra cuando todo se politiza y cuando la política anula y acapara distintas esferas de lo social y de la cultura. ¿Puede la política vivir separada de distintas ámbitos y territorios que permitan el desarrollo civilizatorio más allá de esta? Los espacios sociales dominados por el agravio y las heridas históricas serán siempre proclives a los temperamentos incendiarios y a las verdades absolutas. Lo no reconocido es una potencialidad que puede ser fuerza destructora. Habitar espacios sociales que incluyan emociones, impulsos, deseos, anhelos que se proyectan en los liderazgos, ideologías y movimientos reconociendo sus potencialidades catastróficas puede ser un primer paso para dejar la idealidad desinfectada de la racionalidad deliberativa y reconocer la crudeza de esos impulsos de vida y muerte (Eros y Tánatos) que definen lo político, eso a lo que Jung llamó “la sombra”.[14]
El diálogo ya no basta, somos enemigos que amenazan su propia existencia. Ante el disenso, nuestro verbo se vuelve inapelable, irreductible, ansiando ser verdad absoluta. Atrincherados en islas de espejos, nos reflejamos, nos alabamos, celebrando nuestro ombligo, aplaudiendo nuestras certezas, convencidos de nuestra propia racionalidad ideal, cuando el espíritu de muerte y destrucción ciega nuestra compulsiva naturaleza irracional. Bienvenidos seamos a la política del Siglo XXI y al corolario de una elección Presidencial.
[1] Tomo esta definición a manera de resumen de los siguientes textos y autores:
Jan-Werner Müller, ¿Qué es el populismo?, Madrid, Grano de Sal, 2017.
Nadia Urbinati, Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma la democracia, Ciudad de México, Grano de Sal, 2020.Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, How Democracies Die, Nueva York, Broadway Books, Penguin Random House, 2018.
Pierre Rosanvallon, The Populist Century, Polity, 2021.
[3] Carl Schmit, The Concept of the Political, University of Chicago Press, 1996.
[4] https://www.washingtonpost.com/politics/2023/11/10/lot-americans-embrace-trumps-authoritarianism/
[5] https://democracy.psu.edu/poll-report-archive/in-the-midst-of-a-tight-presidential-race-trump-draws-support-from-voters-disillusioned-with-democracy/
[6] Daniel Innerarity, La libertad democrática, Galaxia Gutenmberg, 2023.
[7] Gaston Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, 1957.
[8] Michel Foucault, Microfísica del poder, Siglo XXI Editores, 2022.
[9] https://www.wral.com/story/fact-check-trump-says-82-of-americans-think-2020-election-was-rigged/21316494/
[10] Michel Foucault, El orden del discurso, Austral, 2020.
[11] Episteme en el sentido de “saber construido metodológica y racionalmente, en oposición a opiniones que carecen de fundamento” (RAE).
[12] Jürgen Habermas, A new Structural Transformation of the Public Sphere and Deliberative Politics, Polity, 2023.
[13] Chantal Mouffe, El poder de los afectos en la política, Siglo XXI Editores, 2023.
[14] Carl G. Jung, Aion: Estudios sobre el simbolismo del sí-mismo, Editorial Trotta, 2009.
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