Conversaciones infinitas: cuatro Premios Nobel y el arte de leerse a uno mismo y a los otros
- Pablo Aguirre Solana
- May 24
- 13 min read
A mi madre, que puso el primer libro en mis manos (Julieta estate quieta[1]).

De toda la abundancia de autores, listas, catálogos, novedades editoriales, tradiciones literarias, formas literarias y grandes autores, creo que todo lector, con el tiempo, siempre batalla y se debate ante la pregunta inexpugnable: ¿qué leer? ¿Por qué leer a un autor y no a otro? ¿Por qué ir con tal reseña o premio literario y no otro? La elección, en muchos sentidos, puede ser bastante arbitraria, incluso accidental, guiada más por nuestros humores, prejuicios y disposiciones afectivas, que por un juicio analítico o discriminador. ¿Cuántos de nosotros hemos escogido un libro tan solo por su portada, por su edición, por el olor de sus páginas o incluso por el puro azar de que se cruzó en nuestro camino. Octavio Paz decía que los libros lo escogen a uno, no al revés.
Ante esta pregunta, para mí la brújula ha sido más o menos constante, en al menos cinco criterios. Suelo leer a los autores que otros autores recomiendan o a los que recurren y citan. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, la obsesion de Proust con Fedra de Racine?
Leo clásicos, porque el peso de la tradición explica los vacíos de mi existencia, y me ayuda a comprender el mundo que me precede y que conforma nuestro largo proceso civilizatorio. Leo a los autores del canon que agrupó Harold Bloom,[2] por su devoción crítica y porque ya hizo una labor proteica por nosotros, que fue leerlos a todos. Leo a los premios Nobel por su metafísica simbólica, por su notoriedad global y por su accesibilidad mercantil; sin que esto represente un absoluto moral y estético, sino más bien por una mezcla de curiosidad contemporánea… y pereza mental.
Finalmente, leo por impulso: libros que, por su belleza física, magnetizan desde el estante; que, por su contenido, desnudan en el instante; que, por alguna frase en la contraportada, evocan y despiertan una imagen; que, por su autor o sus referencias, sugieren la autoridad de una sabiduría aún por conocer; libros que, por intuición, enuncian un devenir.
La razón: un intento esperanzador por trazar un mapa dentro del caos de la vastedad y las limitaciones del tiempo. Necesitaría varias vidas para poder leerlo casi todo y, aun así, seguiría faltando algo. Este intento y estos criterios —tan arbitrarios como autónomos— son, tal vez, reflejo de mi deseo de conquistar esa angustia de no poder leerlo todo y conformarme tan solo con un fragmento del océano que constituye la gran República de las Letras.
¿Porque cuatro Premios Nobel?

Por comodidad perezosa y curiosidad contemporánea, me propuse leer tres obras de los últimos cuatro Premios Nobel, algo que tenía ganas de hacer desde hace tiempo y para lo cual no me había dado el tiempo necesario.
Lamento decepcionarlos en la razón numérica de por qué cuatro autores y tres obras de cada uno, ya que no la tengo. Mi olfato deductivo fue que el mínimo necesario para formarse una opinión —vaga y laxa, pero al mismo tiempo relativamente arraigada— es leer al menos tres piezas de un autor. Solo así se alcanza, tal vez, una aproximación a su testimonio y a su legado artístico.
La única certeza que sí tuve al hacer esta selección fue que fueran los Premios Nobel más recientes —es decir, los últimos cuatro a partir de este año— como un intento por explicar algunas fracciones de mi realidad actual desde la mirada de otros. ¿Qué parte de mi mundo puedo entender a través del lenguaje de cuatro artistas inconexos? ¿Qué hay en su contemporaneidad que me habla, y cómo lo hace? ¿Desde dónde? ¿Qué tantas posibilidades tiene uno de entender su realidad desde el arte, y más específicamente, desde la literatura contemporánea?
Mi intención, querido lector, por lo tanto, no es hacer aquí una reseña pormenorizada de cada autor ni de cada libro. Si eso es lo que esperabas, puedes dejar de leer ahora mismo. Lo que me propongo, más bien, es compartir una vivencia estética: una experiencia de lectura que se volvió también una forma de pensar y de articular el mundo.
Cómo piensa la literatura
La vivencia estética empieza —y también termina— por darle vida a las ideas. Ideas que se entretejen en el hilo de las historias y en el fundamento mismo de la narración. Una historia, en este sentido, trasciende su función representativa: no se limita a ser la imagen de algo o de alguien. Es, más bien, una conjunción de alegorías, símbolos, formas, silencios, significados y sentidos que, al entrelazarse, crean una idea.
Pero esa idea no es una abstracción pura. Mi presentimiento es que esa idea cobra vida: se experimenta, se encarna, se vive. No desde una distancia analítica, sino desde una cercanía que, poco a poco, disuelve la frontera entre lector y texto, y deja esa idea cimbrando como una forma de verdad interior.
Esa idea, al vivirse, deviene y encarna un concepto.
Primero, conviene distinguir que una idea no es un concepto. En Kant, por ejemplo, las ideas —como alma, mundo o Dios— son regulativas, no constitutivas: orientan el pensamiento, pero no pueden aplicarse directamente a la experiencia sensible. En cambio, los conceptos del entendimiento son constructivos: permiten organizar la experiencia mediante reglas.
Lo interesante, si me permites la digresión querido lector; ocurre cuando una idea —o un conjunto de ellas— se encarna en un concepto. Digo encarna (del latín in-carnare), porque no se trata simplemente de pasar de lo abstracto a lo definido, sino de un proceso en el que lo que era una intuición sin cuerpo toma forma sensible y se vuelve experiencia vivida. Esta vivencia, al ser experimentada, cobra un tipo de presencia: ya no es sólo algo pensado, sino algo que acontece en el lector.
Segundo, esta experiencia vivida puede encarnarse en un concepto porque algo acontece en el lector: no como una recepción pasiva, sino como posibilidad interpretativa. Siguiendo a Deleuze y Guattari,[3] el acontecimiento no solo media, sino que abre un campo dialógico, una zona donde el pensamiento puede tener lugar y donde se crea y se construye algo. No se trata de que el lector cree necesariamente un concepto, sino que la obra activa la posibilidad de que, en su experiencia singular, surja una forma conceptual propia, incluso potencialmente generalizable.
Tercero, esta encarnación de conceptos que representan las vivencias experimentadas a la hora de imbuirnos en una obra de arte —particularmente en la literatura— funciona como vehículo transformador. El concepto que encarna la obra de arte no es solo una abstracción, es, como dice Gadamer,[4] una transformación en una construcción, es decir, un conocimiento y al mismo tiempo un reconocimiento —de algo y de uno mismo.
La obra se vuleve así un espejo con profunidad multidimensional, donde nos vemos y vemos a los otros: en verbo, cuerpo y alma.
La construcción es el concepto que se gesta en la obra, la transformación es la verdad que logramos encarnar en este.
De este modo, la encarnación de un concepto, como el amor, la libertad, el tiempo, nos retrata y media: es un puente que nos ayuda a salirnos de nosotros mismos, a desplazar el sujeto, y quizá, a través del lenguaje del otro, comprender mejor nuestro mundo, lo que nos rodea, y —con suerte— a nosotros mismos.
Esta transformación —esta verdad encarnada— no es otra cosa que, como diría Harold Bloom, “confrontar nuestra propia mortalidad”.[5]
Conceptos encarnados
Mi intención no es pormenorizar detalles ni anticipar los relatos y desenlaces, ni hacer una antropología social costumbrista de los personajes que habitan las historias de estos cuatro Premios Nobel. Por el contrario, quiero ofrecer una conceptualización de mis vivencias como lector, sin que mi subjetividad o autorreferencialidad se interpongan, sino más bien sirvan como puente entre mis conjeturas y ciertos puntos de comunión fenomenológica, moral y estética que puedan compartirse con otros. Deseo que esto sea, ante todo, una invitación y una reflexión para leer a estos autores, más que una sentencia valorativa que pretenda juzgar su obra desde mis propias presunciones o carencias. Un intento de entrar en comunión con ellos —y con ustedes— sin revelar sus secretos.
Han Kang, Dolor y poder
(Actos humanos, La vegetariana, La clase de griego)

El poder tiene muchos rostros —o dispositivos—, según Foucault: el lenguaje, el cuerpo, las normas sociales, la política, entre otros. Su ejercicio se manifiesta tanto como fuerza de organización exterior como proceso de descomposición interior. Han Kang no nos ofrece solo una representación del poder, sino una ontología del poder en múltiples magnitudes y dimensiones: como arco de fuerza irruptora, pero también como silencio corrosivo. Kang penetra con ímpetu provocativo esta dimensión del poder que trasciende su frontalidad política y social, y la traduce en cuadros interiores de desesperación, vacío y tormento: una violencia ejercida sobre el cuerpo y los cuerpos, que desnuda nuestra fragilidad y nuestra susceptibilidad de ser poseídos y reducidos por nosotros mismos o por alguien más.
No es accidental que en su obra el dolor sea consecuencia directa de ese poder que se ejerce sobre los cuerpos y las almas. Han Kang nos conduce por un pasadizo interminable de vestigios inclementes, huellas de actos humanos que destrozan al individuo por dentro y por fuera. ¿Qué tanto de ese dolor es autoinfligido? ¿Qué tanto es inevitable? ¿Hasta qué punto uno puede —o debe— renunciar al dolor? ¿Es el dolor un continuo inevitable, o puede interrumpirse? ¿Es el dolor una inevitable condición de nuestro destino? Son preguntas que sugieren estas lecturas.
Adentrarse en la obra de Han Kang es adentrarse en un mundo de fragmentos vitales que irrumpen con fuerza: como memoria psico-cultural, como testimonio de lo que puede —y no puede— ser expresado con el lenguaje, como olas de pensamiento difusas e inconexas que, sin embargo, revelan una esencia, una angustia, un anhelo, un sentido. Una narrativa enrevesada, tejida en capas profundas de topografías interiores, donde ya no es la racionalidad del personaje la que habla, sino los signos mismos los que lo habitan y se expresan por él. Una lectura donde no hay datos, sino un conjunto de insignias, rasgos, siglas, abreviaturas del cuerpo. Han Kang remite a un lenguaje que no se rige por la primacía del verbo, sino por la primacía de la carne: una centralidad corpórea con su inexorable destino de cárcel del alma. Es en esta crudeza donde uno puede reconocerse y reflejarse: en esas marcas, en esas huellas de cuerpos sometidos por la voluntad, por el deseo, por los anhelos, por el poder —y por la pura contemplación.
Han Kang me deja una pregunta abierta: ¿son las múltiples capas de la psique las que hablan a través del cuerpo, y su manifestación es el dolor? ¿Dolor como dispositivo de poder? El castigo, la tortura, el manicomio, el rechazo, la marginalidad, la culpabilidad, el sacrificio, la auto-vigilancia…
¿Será que no se trata solo del dolor y sus desdoblamientos, sino de una suerte de permanencia existencial, de destino manifiesto, de la inevitabilidad de nuestra condición?
En el meta-relato de Han Kang, el cuerpo no solo grita, el cuerpo es historia, es espejo. Esto, tal vez, no te lo diga ningún libro de Ciencia Política, amable lector. Han Kang quizá, sí.
Jon Fosse, Tiempo y soledad
(Septología, Trilogía, Mañana y Tarde)

La primera imagen que viene a la mente es un fiordo noruego de vientos gélidos y de dimensiones eternas que azota en sus bordes —un mar que guarda con celo el paso de los siglos, y en él, las múltiples historias de quienes lo han habitado; un mar que anticipa la soledad como un estado, como una condición, pero sobre todo como un espacio.
Los relatos de Jon Fosse se desarrollan en esos parajes de silencios absolutos, y de frío inclemente. Impresiona cómo uno pude sentir ese viento gélido en la cara sin haber estado nunca allí. Basta con la magistralidad de una descripción, para abrazar ese viento que transfiere un sentido de paz y recogimiento.
En Jon Fosse el territorio es sin duda naturaleza y geografía, pero también es tiempo, afecto, herida y pintura. Una pintura es una voz muda que habla.[6] Son estas voces mudas las que emergen en la crónica pormenorizada que hace de las regiones perdidas de la experiencia, de aquella vida que se fue y que solo permanece como una cicatriz supurante; de aquel tiempo perdido que a diferencia de Proust, no necesita ser recuperado, sino que, por el contrario, se manifiesta con profundidad en la pintura como imagen que tiende a asir la realidad y que se niega a perecer.
El tiempo en la crónica de Jon Fosse es una amalgama de preguntas que lo confrontan a uno con sus entrañas: ¿La soledad nos acerca a Dios? ¿El tiempo no recuperado nos abre hacia lo divino —como auxilio, como refugio, como salida o como un estado del ser? ¿Hay Dios sin soledad? ¿Elegimos la soledad, o esta es un accidente del destino? ¿Es la imagen la que trata de pintar el pintor un intento de comulgar con lo divino, o de deshacerse de la realidad?
En Jon Fosse, la soledad vacía el ruido mundano y abre un campo de accidentes vitales en las historias que presenciamos. Es como si, de repente, convergieran la espiritualidad —en un tiempo plástico y borroso— con un primitivismo afectivo casi inherente hacia el otro. Dios se revela en la soledad y en el tiempo, pero también en el otro —el compañero, el vecino, el amigo— se revela como parte de mí, como una parte inexistente de mí que ese otro viene a ocupar, conforme pasan mis días, mis años y mi vida.
Abdulrazak Gurnah, Exilio y libertad
(Paraíso, La vida despúes, A orillas del mar)

La selva africana —el corazón de las tinieblas[7]—, representación totalizante de una fauce alegórica agreste y tempestuosa, convertida en efigie del abismo humano y de una forma de ser y estar, descrita por Joseph Conrad en el siglo XIX, es el centro físico y metafórico en el que se llevan los encuentros de Gurnah en el siglo XX. Ya no es el Congo, ahora es Tanzania, país que sufrió las tribulaciones desgarradoras de la guerra civil, el colonialismo alemán y británico y el choque entre culturas, musulmana, cristiana y swahili.
En este baremo olvidado para Occidente, los personajes de Gurnah construyen identidades accidentadas y propias, siempre en un péndulo de impermanencia e incertidumbre. La orfandad no aparece como una condición física, sino como un destino inapelable, contra el cual se lucha desde el silencio, desde la resistencia pasiva, desde el ocultamiento, desde la sumisión, desde el avasallamiento. Ese es el hilo conductor de sus historias.
Octavio Paz acuñó este sentido de orfandad bajo el título El peregrino en su patria, donde encarna esa búsqueda permanente de los orígenes, la memoria y las identidades nacionales como un intento de comprender lo que somos como cultura y país. En Gurnah, esa búsqueda se da a través de historias de amor que redimen el oprobio de la esclavitud, y de historias de amistad que enaltecen nuestra humanidad por encima de los horrores de la guerra. A Gurnah no le preocupan tanto las identidades como memoria histórica, sino como historias personales y búsquedas existenciales. Sus relatos son un constante reencontrarse, redescubrirse, más cercanos a un viaje interior que a una construcción psico-histórica. Y, sin embargo, es precisamente en esa construcción donde la memoria de un país se devela también.
Al final, la orfandad y el exilio que esta impone —la de ser un ajeno entre los propios— es una pérdida de libertad constitutiva que los personajes de Gurnah combaten desde sus adentros, como auténticos actos de supervivencia. Desde la nada, desde la ausencia más extrema de todo, desde una tierra donde la brutalidad y la barbarie no es solo física, sino metafísica. Es en esa ausencia total donde Gurnah, mediante pinceladas maestras, abre horizontes de belleza y esplendor humanos inauditos: un paraíso perdido donde brotan algunas semillas de bondad y concordia, un lugar donde podemos reflejar lo más putrefacto y lo más excelso de nuestra condición.
¿Se gana libertad con el amor? ¿La amistad es un salvoconducto de la opresión? ¿La orfandad se disuelve en la fusión con el otro o persiste como huella de un exilio permanente? Son las preguntas que nos deja Gurnah en su paso por las selvas de Tanzania.
Annie Ernaux, Memoria y reconocmiento
(El acontecimiento, La mujer helada, Los años)

Annie Ernaux es el doble filo de un lenguaje diáfano e inmediato: entre el inconsciente y la confesión. Habla desde una verdad no revelada, pero también desde sí misma. Su voz es íntima y personal, casi autobiográfica, sin culpa ni cargas moralizantes. Y al mismo tiempo es vestigio de una esencia que no habla en primera persona, sino desde la pluralidad de un subconsciente colectivo. Ernaux desplaza al sujeto sin dejar de ser ella: en ese retrato de sí, vemos también la historia como objeto y a la persona en su radical interioridad.
En Ernaux, el auto de fe es proyectivo: en su narrativa me vi, y vi a los míos. Vi a mis padres, a mis tíos, a los amigos de mis padres, a esa gente que era adulta cuando yo era niño. Los vi reflejados no como personajes, sino como figuras de una topología de sensibilidades: un mapa de episodios históricos, de esquemas mentales, de prejuicios generalizados, de redes emocionales, de morfologías del vínculo, de miedos e ideas. El 68 aparece como un eje axial en sus vidas: la liberación femenina, la Guerra Fría, la caída del Muro, como hitos que esculpieron sus gustos, su cognición, su forma de ocupar y asir el mundo.
Pareciera que, al leer a Ernaux, la historia no solo es espíritu, sino también destino. Veo a esa generación marcada por esos eventos como si esas topografías y mapas mentales fueran una suerte de determinación vital. Porque, a pesar de las latitudes y de las particularidades de cada historia —la de los personajes de Ernaux y la que yo proyecté de los míos en ellos—, estaba ante todo y antes que nada como experiencia viva, ante un retrato de familia cercano e íntimo. Uno que no solo era autorreferencial por accidente, sino una autopsia lúcida del inconsciente de una época.
En este espejo de doble hoja, de doble filo, Ernaux se ve con sinceridad y autonomía, y al hacerlo nos permite hacer lo mismo. Como si su lectura fuera un puente hacia nosotros mismos, como historia vinculante. Ver a mis padres en la historia de otros, retratados en ese doble filo de lejanía y cercanía, trascendió la simple proyección autorreferencial para convertirse en un mapa de sitio de mi historia personal. ¿Qué tanto son las historias de los otros también las nuestras? Ernaux nos abre esa puerta.
Es así como, en estos diálogos infinitos, en estas conversaciones extensas con Ernaux, Gurnah, Fosse y Kang algo se abrió en mí. No para ser mejor persona ética y moralmente, ni como autoconocimiento psicológico. La apertura que experimenté, sin duda, fue estética, pero tal vez fue más incisiva, más abismal y abarcadora. Fue una apertura que se fue desdoblando conforme pasaba el tiempo y pasaban las lecturas. No fue una frase: fueron varios instantes, imágenes, sin lógica ni estructura. Fue el compendio de los conceptos encarnados que se viven como destellos en carne propia, en la carne trémula, frágil, intempestiva y fugaz, esa carne que nos confronta con nuestra pequeñez, carne que nos confronta con nuestra mortalidad.
No soy mejor por abrirme ante mi mortalidad. Soy solo más consciente de mi humanidad. En el diálogo no soy una isla, no existo en un vacío: soy algo gracias a este, parte de algo más vasto e inmenso que apenas logro inteligir. Estas conversaciones me permitieron fundirme en una humanidad totalizante y universal; cada muerte, en cada historia, me disminuía; cada nacimiento me elevó; cada beso lo sentí como propio; cada acto, como fruto del hombre en una tierra vasta, sin morada específica pero ubicua, donde batallamos incesantemente por darle sentido a nuestro paso por el tiempo. Este diálogo, si bien no nos resuelve, al menos nos consuela, nos ampara y, con suerte —tal vez— nos vincula con los otros, con lo otro. Un diálogo que invita a seguir leyendo.
“Tenemos el arte para no morir de la verdad”.[8]
[1] Rosemary Wells, Altea Benjamin, 1983.
[2] Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, 2022.
[3] Gilles Deluze, Félix Guattari. ¿Qué es la filosofía?, Anagrama. 2017, p. 38.
[4] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, Ediciones Sígueme, p.154.
[5] Harold Bloom. El canon occidental, Anagrama, 2022.
[6] Jon Fosse, Septología, Seix Barral, De Conatus, 2023, p. 661.
[7] Joseph Conrad, Heart of Darkness, Oxford Classics, 2008.
[8] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, 2015.
Creditos de fotos:
Han Kahn./Claudio Alvarez
Jon Fosse/Tom Kolstad. https://historia.nationalgeographic.com.es/a/cinco-obras-imprescindibles-jon-fosse-premio-nobel-literatura-2023_20277
Gurna/ AFP - JOEL SAGET https://www.rfi.fr/en/africa/20220626-interview-tanzanian-born-novelist-abdulrazak-gurnah-a-nobel-laureate
Annie Ernaux/ Ed Alcock/Eyevine, via Redux





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